AVISO

viernes, enero 18, 2008

El agua no tiene enemigos

La defensa ante un abuso es algo universal. Todos los pueblos de la historia se han sublevado contra la casta, clase o gobierno que ninguneaba sus derechos. Unas veces fue cogiendo el puñal, la azada, la bayoneta. Otras veces levantando la voz en las calles. Otras levantando el puño. Y algunas, las pocas, entonando himnos ajenos a los explotadores para llegar más altos que ellos.

El Jazz fue una de esas lenguas musicales que levantó la moral de los exprimidos. También la música bahiana o el reggae llegaron a las cotas más altas de la rebelión. Todas, o casi todas ellas, tenían un tronco común enclavado en las raíces de la explotación esclavista que, durante siglos, alimentó el vientre de árabes, europeos, criollos y norteamericanos. Socavando a las poblaciones a los hombres más válidos. Dando poderes a una casta dirigente tribal africana que no tenían. Lacerando el futuro del continente. Poco a poco los esclavistas forzaron a esas gentes a salir de sus casas sin apenas nada en sus bolsillos, pero con la cabeza llena de sus ideales, de su libertad y, por lo tanto, de su música. Ésta se mezcló con la sangre de otras latitudes, varió de una manera u otra según la región en la que anidaban los ya esclavos de cuerpo y libres de espíritu.

Y regresó. Hubo un momento en la historia en que esos esclavos dejaron de serlo. En el que esos esclavos pudieron sentarse en los autobuses. Hubo un momento en que la gran nación de esclavos se levantó, alzó el puño y dijo que ya no lo sería más. Las banderas ya no servían para limitar los espíritus, y todo hombre negro y mujer negra veía en su congénere la cara reflejo de su más profundo ser. África se erigía frente a sus dominadores y pensaba que su futuro estaba abierto si se quitaba de encima a los parásitos que vivían de ella. En ese trayecto de regreso, África recibió los cantos de sus antiguos emigrados, un regalo de aquellos que tuvieron que salir de sus casas obligados. El Jazz y el Blues volvían a casa para regalarse a quienes quisieran recogerlos.

En el África Occidental alguien quiso tomarlos, hermanarlos junto con su música tradicional y hacer del encuentro algo que nadie podía imaginar. No era otro que el genial artista nigeriano Fela Kuti, del que este año 2008 se cumplen 70 años de su nacimiento y 11 de su muerte. Mezclando la música de los Yorubas, el Jazz, el funk y todo aquello que viera que le valía, Fela logró crear un estilo propio, el Afrobeat, capaz de convertirse en símbolo de las luchas políticas del África de 1970. Cantaba primero en lengua yoruba pero, cansado de ver cómo los dirigentes africanos del momento no contentaban a sus pueblos sino que se rascaban la espalda unos a otros, Fela giró su lengua hasta el inglés –para que todos los africanos y las africanas le entendieran- y sus letras hacia la lucha. No hacia la protesta. Hacia la lucha por el socialismo y la unidad africana.

Armado con un sinfín de músicos, el Afrobeat de Fela logró llevar el mensaje de los Derechos Humanos a través de todo el continente. La simbología de sus frases y la lucha encarnizada que mantenía con la dictadura del país del que provenía, Nigeria, le provocaron no pocos problemas. Fueron 356 las veces que tuvo que declarar ante la policía. Fueron cuatro las que pisó la cárcel. El ejército nigeriano trató de destruirle por una canción, Zombie, que ridiculizaba a sus soldados.

Fela mantuvo un estrecho contacto con los músicos de su país. Siendo él quien más lejos había llegado, montó la discográfica Kalkuta Republic bajo un régimen de cooperativa. La discográfica suponía un punto de encuentro para los músicos nigerianos así como un cúmulo de discusiones políticas que, traducidas en letras cada vez más reivindicativas, recorrían más tarde el continente de las radios. La dictadura militar no podía tolerar tal concentración de arte y política y terminó por irrumpir en los locales de la discográfica fusil en mano. Fela quedó gravemente herido, aunque se recuperaría. No así su abuela, fallecida tras tirarla un soldado por la ventana.

No habiendo acabado con él físicamente, el gobierno necesitaba una excusa para encarcelarlo. Le detuvieron y alegaron encontrar marihuana en su chaqueta. La única manera de salir de la cárcel era pues pasar el análisis de consumo de drogas. Si resultaba positivo, Fela terminaría siendo juzgado y condenado. Si resultaba negativo, libre. No se sabe bien cómo, pero Fela se las arregló para que las heces sobre las que hicieran el análisis no fueran suyas, sino de otro preso. El resultado salió negativo y Fela nos regaló una divertidísima canción explicando lo ocurrido, llamada Expensive Shit, que ha ido pasando de mano en mano hasta llegar a hacer versiones realmente increíbles.

El personaje músico terminó derivando en el personaje político que en la década de los 80 se fagocitara a sí mismo. Una vez finalizada la dictadura militar de Nigeria se presentó varias veces a las elecciones a Presidente, no pasando nunca la primera de las rondas electorales. Esto no fue óbice para que Fela se casara con 27 mujeres a la vez para celebrar el aniversario del ataque a Kalkuta Republic y que, años más tarde, se divorciara de al menos 20.

Finalmente muerto en 1997, muy probablemente de SIDA, Fela Kuti se convirtió en un mito por la defensa de los Derechos Humanos en África a través de sus canciones. Una de las mejores, por resumir los estilos del Afrobeat por él creado y, a su vez, por responder a su necesidad de lucha por los africanos y las africanas, es Water no get enemy. Una canción, cantada medio en yoruba medio en inglés, como a Fela le gustaba hacer, donde el agua simboliza a un pueblo africano al que no es bueno taponar en su fluir, al que es necesario para vivir y respirar. En definitiva, un pueblo que no es enemigo de nadie, pero que a nadie le interesa tener como enemigo.




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viernes, enero 04, 2008

Memorias de África


Si hay un prototipo literario para hablar de la tierra al sur del Sahara ése no puede ser otro que Memorias de África, de Isak Dinesen. Esto es así porque la novelilla en cuestión –también la película, no sean tercos- narra la típica historia de blancos en un país de negros, o lo que es lo mismo, narra la historia de unos cuantos blancos y pasa olímpicamente de contar si por ahí, cerca de esos seres civilizados, podemos encontrar negros que hagan algo. Alrededor de los blancos no hay más que animales, naturaleza, soledad… en definitiva hay sentimientos de sobrecogimiento, de haber encontrado las raíces, de aventura bien resuelta, de emoción por la vida. De todos los tristes tópicos que, pegados como están al encuentro colonial, reproducen los estereotipos al tiempo que ofrecen la oportunidad al africano de reproducir el mismo estereotipo para goce y disfrute de su dominador. África es ingobernable, quien la gobernará, el buen gobernador que la gobierne buen colonizador será.

En ese mismo libro de Isak Dinesen los negros sí salen. Al final del mismo, la protagonista se encuentra perdida ante los acontecimientos y ante las desgracias. Todos los bellos sentimientos que había albergado allá en su granja se desvanecen absorbidos por un huracán de infortunios, por una desdicha provocada por la naturaleza que ella tanto admiraba. La mala suerte, la cara oscura de la naturaleza –negra tenía que ser esa cara- termina con los sueños de ella al llevarse a su amor y al incendiar esa granja que –¡oh, dios mío!- termina en manos de los negros, de los negros que se hacen llamar kikuyu.

Estamos en Kenia, paraíso del buen gobierno africano, en donde la democracia occidental ha sabido imponerse a todas las luchas raciales para ofrecer un ejemplo al mundo: “Nosotros, en África, también sabemos ser civilizados”. Complicada sentencia ésta, pero sobretodo innecesaria. El hasta ahora pensamiento político correcto nos llevaba a Kenia para, como decía, mostrarnos las posibilidades de un sistema democrático occidental en un país de raza negra. El hecho de que además fuera ex-colonia británica ayudaba a la visión de la buena descolonización del Imperio Británico. No hay nada como una reina madre y un buen puñado de funcionarios del Imperio como para asegurar el éxito en el proceso. Cierto que pudo haber alguna disputa en el momento de la descolonización, pero el buen gobierno en Kenia –entiéndase por buen gobierno aquél que no levanta la voz más de lo necesario para su consumo interno-, la gobernabilidad keniana estaba garantizada.

Con las elecciones del mes pasado, la versión oficial de Kenia ha cambiado. Ahora, las disputas electorales se han llevado la vida de cientos de personas en lo que parece ser un ascenso al poder de los kikuyu de Dinesen. Los medios que allí quedan envían imágenes de las batallas callejeras, nos advierten de que el presidente ha dado orden de disparar a matar contra la oposición, ya no podemos ir de safari porque quizás nosotros seamos los cazados. Hoy, en Kenia, se despierta el nuevo telón informativo y académico del barbarismo. Todo lo que sucede tiene que ver con las luchas de tribus –palabra ésta históricamente denigrante-, con los odios ancestrales e intestinales entre una etnia y la otra, y también entre aquélla y la de más allá, lo cual provoca que la democracia occidental sea una víctima, y no un verdugo, de esta disputa. En definitiva, una ideología la nuestra, la occidental del barbarismo, que nos hace interpretar los sucesos como algo ante lo que no podemos hacer nada. Son hechos ausentes de razón y de motivación salvaje, por lo tanto no podemos negociar con ellos. ¿Qué les ofreceríamos, qué podríamos hacer ante grupo de personas que sólo piensan en matarse los unos a los otros sólo porque sí, sólo porque son del otro grupo y no del suyo? La respuesta está clara, nada. Pero ¿y si ocurriera que lo que nos cuentan no es del todo así? ¿Qué pasaría si ambos grupos estuvieran enfrentados ya cuando la democracia keniata era ejemplar? ¿Si sus reproches son políticos y no intestinales? Miedo me da sólo de pensarlo. Estos negros se parecerían demasiado a nosotros en caso de que estos interrogantes fueran ciertos.

En estos hipotéticos casos, cabría la posibilidad de interpretar la tribu o la etnia como un ente político, como el que era del POUM o de la Falange. Pensándolo así, nos faltaría conocer cómo se integran las etnias-partido en el conjunto del sistema político y cuál es la base del mismo, para poder hacernos una idea más real del problema. Existen dos africanistas, Patrick Chabal y Jean-Pascal Daloz, empeñados desde hace años en demostrar que, con los peligros que surgen de la generalización, en África las sociedades son neopatromoniales. Esto es, sociedades estructuradas en grupos sociales con forma de pirámide. En cada pirámide, los que están más abajo dependen para subsistir de los ingresos que generan los que están más arriba. Son éstos quienes desprenden la cantidad de riqueza necesaria para mantener la vida como si de una pirámide de copas de champaña se tratase, que cuando se colma la primera fila pasa a la segunda, y a la tercera, y así hasta el final. Y lo hacen de esta manera porque, dicen Chabal y Daloz, los que están más arriba tienen esa obligación social con los que están más abajo, porque fueron los de abajo los que pusieron las estructuras sociales necesarias para que ellos llegaran arriba, porque hay redes de solidaridad activa que hacen del rito de compartir algo humanamente imprescindible.

Junto a la imagen de la pirámide en la que se estructuran los diferentes grupos sociales, Chabal y Daloz proponen otra para definir la estructura política estatal: la de la tarta. Esta tarta no es otra cosa que los grandes ingresos desprendidos del Estado, ya sea en forma de inversiones públicas o directamente de corrupción –práctica, por cierto, que puede resultar un handicap para el desarrollo, pero de eso otro día hablamos. Al reparto de la tarta se le llama elecciones democráticas y, como sucede aquí en España, el mismo consiste en que el ganador se la queda entera. Podemos imaginar que, cuando una fuerza política vea que se queda sin tarta que comer, a la pirámide le salen patas y echa a perseguir al contrario, sobretodo si esa tarta es lo poco que hay para repartir.

Alejada ya la tesis del odio irreconciliable entre los bandos en litigio, sólo nos queda preguntarnos como sociedad mundial que ya somos –una sociedad mundial que incluye ciertos valores que todos compartimos como el de no dejar morir a la gente a manos de otro que empuña un rifle- qué hacer. Aún recuerdo que, mientras en Ruanda pasaban por el filo a millones de personas, Al Gore, el nuevo gurú del ideologismo ecologista, inauguraba el Museo del Holocausto en Washington y prometía que el mundo jamás dejaría que una acción como la limpieza de la Segunda Guerra Mundial volviera a repetirse. Desde luego, pensando entre todos que no hay nada que negociar y que es mejor matarlos, se volverá a repetir una y mil veces más.

Con estos elementos quizás podemos entender mejor la situación o, cuanto menos, desconfiar de los análisis periodísticos que se hacen desde la oficina en rico terreno occidental. Por supuesto, las tesis de Chabal y Daloz son muy provocativas y han sido ampliamente contestadas desde los círculos africanistas. Sin embargo, alguien con un mínimo sentido crítico de la realidad no dejará escapar los profundos matices que la visión de estos dos autores proporciona. Con todo, lo más provocativo del trabajo de ellos no es ni más ni menos, que la idea de que la modernidad africana existe, y que ésta se basa no en la gestión del orden social como se basa modernidad occidental, sino en la gestión del desorden político y sus oportunidades. Que sabiéndolas aprovechar no dan tantos quebraderos de cabeza y confunden menos. Sólo comprendiendo podemos aportar respuestas.