Desde que en la década de los 70 Richard Nixon comenzara una política de acercamiento a la República Popular de China –hasta entonces aliada natural de la URSS-, el país asiático ha visto incrementada su capacidad de maniobrar, cada vez con mayor libertad, en las bambalinas de la política internacional.
Primero fue el reconocimiento de la República Popular de China como la auténtica y verdadera China, en confrontación con la hasta entonces reconocida, República China de Taiwán. Este reconocimiento, que no impidió a EEUU mantener su fuerte alianza con la isla de Taiwán, conllevó que la República Popular ocupara el sillón permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas destinado a China, y que hasta entonces ocupaban los enviados de Taipéi.
Poco a poco, a una velocidad inesperada, China se convirtió en el mercado al que todos querían acceder, al tiempo que en la potencia industrial y económica a la que todos temían. Sólo la pujanza de Japón ocultaba el potencial económico de Pekín. China se ha erigido en el único Estado del mundo capaz de manejar su soberanía económica y política al margen de los efectos de la globalización. Ajena a las críticas morales sobre el respeto a los Derechos Humanos, es capaz de rescindir contratos comerciales con cualquier país si, en el transcurso de una reunión diplomática se hacen comentarios públicos a este respecto.
Económicamente su estrategia ha consistido en permitir que empresas occidentales se asienten en su territorio, ofreciendo mano de obra barata y sin conflicto laboral, a cambio de que se formen cuadros chinos en la gestión tecnológica de dichas industrias. Asumió el costo social de empeñar la salud y la vida de varias generaciones a cambio de hacerse con el know-how de tecnologías que consideraba claves. Fue así como China invitó a Boeing, por entonces compañía que dominaba los vuelos en el sureste asiático, a instalarse por un periodo determinado de tiempo en su territorio. Y fue así como, al finalizar el periodo de concesión, China expulsó a Boeing y, con los ingenieros y los equipamientos necesarios para la construcción de aviones, lanzó al mercado un modelo de avión más adaptado a las necesidades comerciales del sureste asiático, quedándose como principal compañía del sector.
La paciencia de China, por tanto, parece dar sus frutos y es el camino que han elegido para convertirse en la potencia del siglo XXI. Paciencia, y crecimiento económico por encima del 8% anual. Y es en este camino como debemos interpretar el hecho de que el pasado día 10 de agosto China botara su primer portaaviones, el Xi Lang. Éste no es más que un viejo portaaviones reciclado. Pekín hubo de remolcarlo desde el Mar Negro hasta el astillero chino desde el cual se ha remodelado y se ha equipado con la tecnología militar china, de similares características que la utilizada por la OTAN. El Xi Lang no es ni mucho menos un portaaviones operativo. De hecho, este primer trayecto tiene como objetivos iniciar maniobras para probar los sistemas de lanzamientos y aterrizaje de aviones, o sencillamente conocer el verdadero estado del motor. Pero, en cualquier caso, supone el primer paso para que el mapa de estrategias y relaciones militares del Mar de China comience a cambiar.
Contrariamente a lo acostumbrado en las relaciones militares internacionales, donde EEUU termina por autorizar de una manera u otra la venta de tecnología militar a los ejércitos de los países del sur, China es capaz de reproducir su independencia política y económica en el plano militar.
La zona del Mar del Sur de China constituye además uno de los puntos calientes de la política internacional actual y lo seguirá constituyendo durante las próximas décadas. Y esto es así, principalmente, por dos motivos.
Por un lado, el Mar del Sur de China concentra las rutas marítimas comerciales más importantes del mundo. EEUU, erigido en garante de la estabilidad en la zona –de “su” estabilidad, naturalmente-, mantiene alianzas militares y políticas en la zona con Filipinas y Taiwán, hasta el punto de que Pekín sabe que cualquier intento de intimidar a Taipéi será contestado por Washington. Ambos países, Taiwán y Filipinas, con sus aguas territoriales, constituyen el punto clave para el abastecimiento de Japón y para el flujo de mercaderías hacia los EEUU.
Por otro lado, el Mar del Sur es una región con varias islas cuya territorialidad está disputada por varios países. Vietnam, Taiwán, China, Japón, Indonesia, Malasia, y así hasta nueve países, disputan la territorialidad de estos trozos de tierra, a menudo poco más que islotes, y, sobretodo, los derechos de explotación de sus aguas. La posibilidad de explotar hasta 200 millas náuticas desde la línea de la costa de esos islotes es lo que verdaderamente mueve a los países asiáticos en la lucha por su soberanía. Se considera que el Mar del Sur de China es una región rica en recursos minerales y capaz de ser explotada.
Con estas disputas, el hecho de que China consiga hacerse con una fuerza naval que incorpore portaaviones capaces de desplegar su fuerza aérea, en especial su helicóptero de combate, podría cambiar la relación de fuerzas militares en la zona. Añadiría más tensión a las escaramuzas que periódicamente viven chinos y estadounidenses a costa de Taiwán y podría resultar un punto clave a tener en cuenta en caso de que el problema de Corea del Norte termine estallando. Pero, sea como sea, lo que no podemos negar es que estamos asistiendo, en vivo y en directo, a la construcción de una superpotencia de carácter global que manejará buena parte del siglo XXI ya que si a su capacidad económica suma la capacidad militar adecuada, China podría encontrarse con una posición privilegiada en todos los planos para terminar siendo el referente de la política internacional.