Fue más tarde, cuando lo tenía ya en mis manos y el autobús echaba a rodar, cuando me fijé que el libro no era una novela, que tampoco era un ensayo, sino que pretendía ser un relato periodístico de los últimos días de la presencia portuguesa en Angola en 1975, narrados por un periodista polaco de extraño nombre. Y más tarde aún cuando me di cuenta de que en realidad estaba ante un libro que era mucho más que eso. Ante un libro que, como toda la obra de Ryszard Kapuscinski, es un libro de viajes, de aventura, de ensayo político, de reivindicación de las personas, de historia política, que era un grito en forma de alegato por la vida de todos aquellos seres anónimos que participan de los acontecimientos sin que nadie les haga el menor caso.
Un día más con vida lo leí cuatro meses después de haberlo comprado, cuando me disponía a enfrentarme a un viaje en tren desde Madrid hasta Pau, en Francia, que se prometía interminable. Lo leí del tirón. A mitad del trayecto había terminado de leer y me había quedado con un sabor en la boca tan intenso que no paré de hablar del libro a cada paso que daba por la ciudad francesa. Fue mi primer contacto con una realidad africana que en España tenemos abandonada en los círculos académicos, políticos y sociales. Y puedo decir, orgulloso, que el gran escritor polaco Ryszard Kapuscinski tiene toda la culpa de mi interés por el continente africano. Tras este primer libro sobre África, siguieron otros del mismo autor. El Emperador , La Guerra del Fútbol -impresionante biografía a golpe de reportaje-, y otros que no tardaré en correr a comprar, en esas ediciones grises y feas de Anagrama pero que destacan en mitad de mi librería por encima de otros libros menores.
Desde que leo a Kapuscinski no he parado de recomendarlo. Con la misma compulsión con que compré mi primer libro les he recomendado a mis conocidos que lo lean, lo regalen o, simplemente, lo compren para casos de emergencia en donde necesiten saber que, en el mundo, nunca se está solo. O mejor, nunca se estaba solo, pues desde el pasado Martes 22 de Enero de 2007, Ricardo ya no está con nosotros.
Uno puede leer los libros de Kapuscinski del tirón, como se hace con los buenos libros de relatos y sin pararse a pensar en cada situación por él descrita. Pero también puede detenerse en cada rincón del libro y retroceder a aquello que pudo suceder antes en aquel lugar en el que Kapuscinski conoció a tal o cual personaje. Puede detener el tiempo y contemplar la tragedia que el autor vivía en tiempo presente, y preguntarle por qué decidió subirse a aquel avión, meterse en aquel bosque o dormir en aquella tienda. Todos ellos actos de inasumible irracionalidad.
Porque es la irracionalidad la dueña de sus acciones y la que da novedad a sus libros de viajes. Kapuscinski ofrece una visión de África atípica. Por norma general, los autores de relatos sobre los africanos y africanas muestran a éstos como carentes de racionalidad, seres inmersos en un mundo no moderno y cuyas vidas carecen del orden natural de las cosas que sí desprenden los viajeros blancos. Páginas y páginas de historias en África donde los protagonistas son todos blancos, donde los negros son sólo actores secundarios. Sin embargo, si uno lee cualquier libro de Kapuscinski podrá aprender a escribir algo que tenga a uno mismo como punto de referencia de la historia pero que cuyos protagonistas sean todas y cada una de las personas con las que se cruza por sus caminos. Un libro de relatos de África donde el hombre blanco sea el irracional y, el hombre africano aquél que no sale de su asombro al ver las estupideces que hace ese blanco de la fría Europa.
Esto que es tan difícil lo logró desde el compromiso ético que siempre le acompañaba como periodista. "No se puede escribir de alguien con quien no has compartido como mínimo algún momento de su vida", decía. Recorrió la mitad del mundo de mano de la agencia polaca de noticias y repartió su particular visión de los acontecimientos que dominaban la periferia de la Guerra Fría, es decir, allí donde ésta sólo era Guerra. Y todo por culpa de un espíritu que se resumía en una de sus frases en La Guerra del Fútbol "¡Cómo iba a quedarme en Nigeria si allí no pasaba nada y era en el Congo donde todo estaba sucediendo!"
Sobre todas las cosas, los libros de Kapuscinski enganchan. Uno no puede dejar de leer cómo el azar le salva de una ejecución segura en un Congo en guerra, al que ha llegado tras recorrer en coche la distancia que hay entre Nigeria y Kinshasha. Cómo se negocia en Angola con los soldados del check point improvisado en mitad de una carretera sin saber de qué bando son y, por tanto, si los has de tratar como camaradas o compañeros. Y no puede dejar de sentir el dolor de una picadura de escorpión en la cabeza en mitad de la selva, donde nadie puede hacer ya nada por tí y sólo te queda tratar de dormir esperando que el veneno inyectado no fuera suficiente y a la mañana amanezcas como un día cualquiera.
Le han llamado maestro de periodistas por todo esto. Por desvelar que los Cínicos no sirven para este oficio. "El enviado de Dios", que decía de él John Le Carré. Fue admirado por otro de los grandes periodistas de nuestro tiempo, García Márquez, del que más adelante se hizo amigo íntimo y tenía una relación especial con España, a la que acudía siempre que podía con un perfecto castellano.
El martes volvió a salir de viaje dejando atrás su tan odiada mesa de despacho. Como al cielo seguro que no ha ido, poco hay que contar, esperaremos su próxima crónica para saber si el infierno era aquello que nos habían dicho.