AVISO

lunes, septiembre 08, 2008

El dia del cooperante

8 de Septiembre, el día del cooperante. Todo el mundo tiene un día ¿verdad? Y el que no lo tiene, algo habrá hecho. O no, claro. El caso es conmemorar a alguien cada día. Y hoy, que es 8 de Septiembre, se conmemora, se entrevista y se aplaude al cooperante –y no cooperanta, que no existe.

Esa es una profesión, la de los y las cooperantes, que consiste en irse lejos de donde vivieron sus acomodadas vidas para ayudar a unos absolutos desconocidos a desarrollarse. Bonito ¿verdad?

La profesión es, por tanto, algo propio de los occidentales. O, cuanto menos, de aquellos que poseen un nivel de vida mínimo y que estiman que es necesario ayudar a todo el mundo a mejorar el suyo –que por supuesto, es más bajo. Una profesión unidireccional, claro. Y esto que se dice no deja de tener cierta polémica.

Pero no es una profesión nueva. No, no lo es. Es cierto que ahora se ha hecho de la palabra cooperante algo profesionable. Se lo explicamos. Con los diferentes caminos recorridos por el concepto de Desarrollo –que es un señor con chaqueta y corbata que se pasea por doquier lo llaman menos cuando es tremendamente necesario, al contrario que la señora muerte- se ha pasado de una cooperación ahora calificada de técnica, ejercida por profesionales de reconocido prestigio en sus países –ingenieros, médicos, enfermeras- que acudían a solventar los problemas diarios de la vida en un país del Tercer Mundo –de este bonito nombre otro día hablamos, si quieren. Y de esta concepción de Desarrollo y de Cooperación, se movieron los que piensan en estas cosas a otra en donde para poder cooperar, había que saber otras muchas cosas. Tantas que, hoy día, ya no hace falta saber de nada técnico, sólo de cooperación para poder ser cooperante. Parece lógico ¿verdad? Será por eso que el Señor Kurtz desconfía tanto de esto. Porque suena demasiado lógico.

El cooperante se mueve en un mundo –para los académicos diremos que en un régimen internacional- llamado de la Cooperación al Desarrollo. Así, con mayúsculas, sus dos oes y su acento. Este mundo, como tal, nace tras la Segunda Guerra Mundial –vamos, como todo, no les descubro nada nuevo- y es pensado por EE.UU.

Al acabar la contienda en Europa, Alemania, Francia, Reino Unido y otro sinfín de países están en la más absoluta ruina. Sus infraestructuras, así como sus mínimas condiciones de vida, han sido hechas añicos por los bombardeos y los saqueos propios del conflicto. EE.UU., único contendiente que no ha sufrido pérdidas en su territorio, se encuentra ante la tesitura de tener que decidir el futuro del continente hermano. Muchos de sus políticos piden la cabeza de Alemania, causante de las dos Guerras Mundiales -¿por qué será que los causantes siempre son los que pierden?- y trazan un plan para mantener a Alemania sumida en la hambruna y en la pobreza. Si la industria alemana no se rehace, si no les dejan tener ni ejército ni posibilidad de fabricar una pistola si quiera, pensaban estos estadounidenses, se evitaría la Tercera Guerra Mundial –por supuesto, también perpetrada por alemanes.

Frente a estos, otro grupo de norteamericanos observaron que quizás mantener a tantas personas juntas y con hambre no era la situación más ideal pensando en una paz duradera. Además, había que tener en cuenta que, unos muchachos y muchachas de origen germano con hambre podían ser muy bien engañados por los nuevos malos: los rusos.

De manera que se inventaron un concepto: la solidaridad internacional. O bueno, se lo adueñaron, porque el Internacionalismo estaba oculto tras los cascotes de los edificios derruidos. Con este ideal de solidaridad internacional surgió el Plan Marshall en honor al nombre del Senador norteamericano que firmó el papel redactado por otros. El plan consistía en regalar dinero a los europeos para la reconstrucción de sus países con una condición: que todo lo que necesitaran, lo compraran a los señores de corbata norteamericanos.

Cuando Europa se reconstruyó y, al tiempo, perdió sus colonias, había que idear un sistema que permitiera seguir siendo dueños de la tierra aunque fueran otros quienes firmaran los cheques. Bueno, era casi hasta mejor ¿no? De manera que surgió el régimen de Cooperación al Desarrollo tal y como lo conocemos hoy. Era, básicamente, retomar el Plan Marshall pero con una insignificante diferencia. A saber, en lugar de regalar el dinero, como se hacía con los hermanos europeos, a los nuevos Estados se les dejaba a préstamo. Para que asumieran que ahora eran independientes y tenían que vivir según sus posibilidades. Se acabó eso de llevar la colada a casa de mamá todos los viernes. Tanto tiempo a la sopa boba no podía ser bueno para nadie.

Así, a grandísimos rasgos, nos encontramos con un juego de “yo te presto tanto, de lo cual te regalo este poco, para que tú hagas lo que yo te digo que te va bien aquí –tú fíate, anda, ¿no ves lo bien que me va?- y me compras a mí todo el material, que lo tengo a buen precio”.

Y en esas andamos, más o menos, aún a pesar de las idas y venidas del señor Desarrollo, que lleva la corbata un tanto mal anudada debido al ajetreo al que le hemos sometido. Que si ahora prima el comercio, que si ahora la democracia, que si las teorías económicas neoliberales, que si los derechos humanos, que si las oportunidades de cada persona… Así no hay quien viva, oiga. Pero ¿se ha parado a pensar por qué cooperamos?

¿Por qué el Estado de España gasta al año un total de 5.744 millones de Euros al año en Ayuda Oficial al Desarrollo cuando es un hecho que en España el 24% de los niños y niñas son pobres? ¿Qué hace que el Estado, cualquier Estado, invierta tanto dinero fuera de sus fronteras mientras sigue teniendo problemas graves –los mismos por los que ayuda fuera de sus fronteras- en su propia sociedad?

Uno, que es muy de Génesis, aunque no haya leído la novela, siempre se va a los orígenes de las cosas, allá donde parece haberlos, para tratar de encontrar explicación a los problemas de hoy mismo. Los de mañana, ya se verán.

Si hablamos de un régimen de Cooperación al Desarrollo surgido de la descolonización, nos encontramos en la tesitura de tener que echar un ojo a la colonización –esa gran desconocida- para ver qué dinámicas se sucedían entonces y se asemejan a las de ahora. Y, si hacemos esto, no podemos sino arrancar con una mano las tres imágenes clásicas de la colonización: la del militar conquistador, la del administrador que va a hacer carrera y la del misionero que salva almas.

Pongamos por caso, sólo supongamos, que estos tres individuos que campaban a sus anchas por los límites de la colonización, aún se reproducen por el mundo de hoy aunque camuflados en sus uniformes. ¿Quién sería quién?

El militar podríamos pensar que es fácil. Un militar es un militar aunque lo vistan de seda, y hoy podemos seguir viendo misiones de pacificación o reconstrucción que, en sus más casos, no hacen sino encubrir una invasión deliberada de tropas extranjeras. Sin embargo, ¿qué me dicen de la seguridad privada? ¿No es cada día más importante como negocio?

El administrador, claro está, sigue ahí. Ya no dirige centralmente las decisiones del territorio colonizado, ni tiene la prepotencia de pasearse en elefante o de construirse apartados barrios residenciales sobre los vestigios de una civilización más antigua que él, como hacían los ingleses en India. Pero la figura sigue estando ahí, en la imagen del administrador de Naciones Unidas, del burócrata de la Organización Internacional de turno, del diplomático de un país, todos ellos situados en sus puestos conforme al escalafón. Los lugares más peligrosos o más incómodos, como siempre, para quienes quieren hacer carrera. Los cómodos, bonitos y elegantes, para quienes ya la hicieron.

Y el misionero. ¡Qué haríamos del misionero! Siempre dispuesto a salvar el mundo con su fe cristiana. Culpabilizando al militar por su nefasto entendimiento de la sociedad de acogida. Criticando al administrador por su mala política. Teniendo, él solo, que resolver los problemas causados por los demás. Sabiendo que sólo y exclusivamente él conoce las mentalidades colonizadas. Las interpreta y, gracias a ello, puede hacerles ver su error, conducirle a la fe verdadera, que bien puede llamarse Cristo que Desarrollo, me temo. Cooperante y Misionero son dos instituciones sin las cuales no es posible entender el encuentro colonial.

Por eso el Señor Kurtz se pregunta, ¿para cuándo el Día del Administrador? ¿Para cuándo el del soldado? Precioso día se ha quedado hoy, sí.