Si hay un prototipo literario para hablar de la tierra al sur del Sahara ése no puede ser otro que Memorias de África, de Isak Dinesen. Esto es así porque la novelilla en cuestión –también la película, no sean tercos- narra la típica historia de blancos en un país de negros, o lo que es lo mismo, narra la historia de unos cuantos blancos y pasa olímpicamente de contar si por ahí, cerca de esos seres civilizados, podemos encontrar negros que hagan algo. Alrededor de los blancos no hay más que animales, naturaleza, soledad… en definitiva hay sentimientos de sobrecogimiento, de haber encontrado las raíces, de aventura bien resuelta, de emoción por la vida. De todos los tristes tópicos que, pegados como están al encuentro colonial, reproducen los estereotipos al tiempo que ofrecen la oportunidad al africano de reproducir el mismo estereotipo para goce y disfrute de su dominador. África es ingobernable, quien la gobernará, el buen gobernador que la gobierne buen colonizador será.
En ese mismo libro de Isak Dinesen los negros sí salen. Al final del mismo, la protagonista se encuentra perdida ante los acontecimientos y ante las desgracias. Todos los bellos sentimientos que había albergado allá en su granja se desvanecen absorbidos por un huracán de infortunios, por una desdicha provocada por la naturaleza que ella tanto admiraba. La mala suerte, la cara oscura de la naturaleza –negra tenía que ser esa cara- termina con los sueños de ella al llevarse a su amor y al incendiar esa granja que –¡oh, dios mío!- termina en manos de los negros, de los negros que se hacen llamar kikuyu.
Estamos en Kenia, paraíso del buen gobierno africano, en donde la democracia occidental ha sabido imponerse a todas las luchas raciales para ofrecer un ejemplo al mundo: “Nosotros, en África, también sabemos ser civilizados”. Complicada sentencia ésta, pero sobretodo innecesaria. El hasta ahora pensamiento político correcto nos llevaba a Kenia para, como decía, mostrarnos las posibilidades de un sistema democrático occidental en un país de raza negra. El hecho de que además fuera ex-colonia británica ayudaba a la visión de la buena descolonización del Imperio Británico. No hay nada como una reina madre y un buen puñado de funcionarios del Imperio como para asegurar el éxito en el proceso. Cierto que pudo haber alguna disputa en el momento de la descolonización, pero el buen gobierno en Kenia –entiéndase por buen gobierno aquél que no levanta la voz más de lo necesario para su consumo interno-, la gobernabilidad keniana estaba garantizada.
Con las elecciones del mes pasado, la versión oficial de Kenia ha cambiado. Ahora, las disputas electorales se han llevado la vida de cientos de personas en lo que parece ser un ascenso al poder de los kikuyu de Dinesen. Los medios que allí quedan envían imágenes de las batallas callejeras, nos advierten de que el presidente ha dado orden de disparar a matar contra la oposición, ya no podemos ir de safari porque quizás nosotros seamos los cazados. Hoy, en Kenia, se despierta el nuevo telón informativo y académico del barbarismo. Todo lo que sucede tiene que ver con las luchas de tribus –palabra ésta históricamente denigrante-, con los odios ancestrales e intestinales entre una etnia y la otra, y también entre aquélla y la de más allá, lo cual provoca que la democracia occidental sea una víctima, y no un verdugo, de esta disputa. En definitiva, una ideología la nuestra, la occidental del barbarismo, que nos hace interpretar los sucesos como algo ante lo que no podemos hacer nada. Son hechos ausentes de razón y de motivación salvaje, por lo tanto no podemos negociar con ellos. ¿Qué les ofreceríamos, qué podríamos hacer ante grupo de personas que sólo piensan en matarse los unos a los otros sólo porque sí, sólo porque son del otro grupo y no del suyo? La respuesta está clara, nada. Pero ¿y si ocurriera que lo que nos cuentan no es del todo así? ¿Qué pasaría si ambos grupos estuvieran enfrentados ya cuando la democracia keniata era ejemplar? ¿Si sus reproches son políticos y no intestinales? Miedo me da sólo de pensarlo. Estos negros se parecerían demasiado a nosotros en caso de que estos interrogantes fueran ciertos.
En estos hipotéticos casos, cabría la posibilidad de interpretar la tribu o la etnia como un ente político, como el que era del POUM o de la Falange. Pensándolo así, nos faltaría conocer cómo se integran las etnias-partido en el conjunto del sistema político y cuál es la base del mismo, para poder hacernos una idea más real del problema. Existen dos africanistas, Patrick Chabal y Jean-Pascal Daloz, empeñados desde hace años en demostrar que, con los peligros que surgen de la generalización, en África las sociedades son neopatromoniales. Esto es, sociedades estructuradas en grupos sociales con forma de pirámide. En cada pirámide, los que están más abajo dependen para subsistir de los ingresos que generan los que están más arriba. Son éstos quienes desprenden la cantidad de riqueza necesaria para mantener la vida como si de una pirámide de copas de champaña se tratase, que cuando se colma la primera fila pasa a la segunda, y a la tercera, y así hasta el final. Y lo hacen de esta manera porque, dicen Chabal y Daloz, los que están más arriba tienen esa obligación social con los que están más abajo, porque fueron los de abajo los que pusieron las estructuras sociales necesarias para que ellos llegaran arriba, porque hay redes de solidaridad activa que hacen del rito de compartir algo humanamente imprescindible.
Junto a la imagen de la pirámide en la que se estructuran los diferentes grupos sociales, Chabal y Daloz proponen otra para definir la estructura política estatal: la de la tarta. Esta tarta no es otra cosa que los grandes ingresos desprendidos del Estado, ya sea en forma de inversiones públicas o directamente de corrupción –práctica, por cierto, que puede resultar un handicap para el desarrollo, pero de eso otro día hablamos. Al reparto de la tarta se le llama elecciones democráticas y, como sucede aquí en España, el mismo consiste en que el ganador se la queda entera. Podemos imaginar que, cuando una fuerza política vea que se queda sin tarta que comer, a la pirámide le salen patas y echa a perseguir al contrario, sobretodo si esa tarta es lo poco que hay para repartir.
Alejada ya la tesis del odio irreconciliable entre los bandos en litigio, sólo nos queda preguntarnos como sociedad mundial que ya somos –una sociedad mundial que incluye ciertos valores que todos compartimos como el de no dejar morir a la gente a manos de otro que empuña un rifle- qué hacer. Aún recuerdo que, mientras en Ruanda pasaban por el filo a millones de personas, Al Gore, el nuevo gurú del ideologismo ecologista, inauguraba el Museo del Holocausto en Washington y prometía que el mundo jamás dejaría que una acción como la limpieza de la Segunda Guerra Mundial volviera a repetirse. Desde luego, pensando entre todos que no hay nada que negociar y que es mejor matarlos, se volverá a repetir una y mil veces más.
Con estos elementos quizás podemos entender mejor la situación o, cuanto menos, desconfiar de los análisis periodísticos que se hacen desde la oficina en rico terreno occidental. Por supuesto, las tesis de Chabal y Daloz son muy provocativas y han sido ampliamente contestadas desde los círculos africanistas. Sin embargo, alguien con un mínimo sentido crítico de la realidad no dejará escapar los profundos matices que la visión de estos dos autores proporciona. Con todo, lo más provocativo del trabajo de ellos no es ni más ni menos, que la idea de que la modernidad africana existe, y que ésta se basa no en la gestión del orden social como se basa modernidad occidental, sino en la gestión del desorden político y sus oportunidades. Que sabiéndolas aprovechar no dan tantos quebraderos de cabeza y confunden menos. Sólo comprendiendo podemos aportar respuestas.
3 comentarios:
Gracias por tu información que nos permite conocer un poco más la situación de Africa.
Saludos cordiales.
Tanto oír tópicos sobre África estos días en la tele (y no sólo de Kenia), se echaba de menos una reflexión serena y menos binaria en este blog. Pero supongo que hasta el Señor Kurtz se merece unas vacaciones por Navidad.
Besos.
Para eso estamos, por supuesto.
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