AVISO

jueves, febrero 07, 2008

Idi Amin Dada, Uganda

Construido a sí mismo. Ese podría ser el mejor calificativo para hablar de Idi Amin Dada, “Mariscal de Campo y Presidente Vitalicio”, “Señor de todas las bestias de la Tierra y Peces del Mar”, “Conquistador del Imperio Británico, de África en general y Uganda en particular” y “Rey de Escocia”. Construido a sí mismo porque todos estos títulos se los otorgó a él mismo sin consultar a nadie. Personaje muy particular, este dictador ugandés.

Había sido formado militarmente por los británicos antes de que éstos abandonaran Uganda en su retirada del continente. Era 1962, comienzos de una década en donde las tierras africanas eran, por fin, africanas, y en donde la necesidad por el desarrollo era la prioridad de los nuevos regímenes. La suerte, unas veces de cara y otras no tanto, sorprendía a los nuevos Estados con líderes políticos capaces de enarbolar los sentimientos de unidad africana, de levantar fervorosas pasiones por la política o de aunar esfuerzos en la constitución de un bloque alternativo al soviético y norteamericano: un bloque tercermundista.

Ocurre, como en todas las cosas, que esa suerte dispar permitía llegar al poder a líderes que, quizás, tenían un sentimiento democrático y desarrollista un tanto extraño. En Uganda se nombró presidente a Milton Obote, de inspiración socialista y educación muy británica. El proyecto de Obote consistía, como no podía ser de otra forma, en un rápido desarrollo por el pueblo y para el pueblo, guiado por un fuerte sentimiento democrático. El pueblo ugandés se las prometía felices, hasta que los proyectos de Obote se encontraron con ciertas discrepancias y malestares sociales. El presidente ugandés no escatimó esfuerzos para lograr acallar esas voces que interrumpían su desarrollo democrático, así que la policía militar se dedicaba a arrestar constantemente a quienes se oponían a éste. Como buen Estado de derecho, Uganda publicaba quién había sido detenido y en qué circunstancias en algo así como un Boletín Oficial del Estado. Poco a poco, los anuncios de las detenciones pasaron de ser una anécdota en el boletín a ser el principal objetivo del mismo. Al final, el mismo gobierno secuestró páginas de los diarios de información general porque las detenciones eran tantas que no entraban en su propio boletín.

Un angustiado Obote, viéndose débil ante la situación de protesta reinante, se acercó al ejército en busca de aliados. Como tantos otros presidentes demócratas con problemas de autoestima, decidió rodearse del personal más inepto que encontrara a su paso. Y por ahí justo apareció el zote del suboficial Idi Amin. Entre tanta incompetencia, Obote tendría que ser encumbrado, respetado y reconocido como justo dominador del ejército ugandés. Sin embargo, como a tanto presidente falto de autoestima, la miseria bajó de las montañas lejanas para agarrarle por los pies. Idi Amin se convirtió en su oficial de la represión y reprimió de tal modo y con tanta ansia que, un día en que Obote estaba de viaje fuera de Uganda, decidió reprimirle también a él y quedarse con el país.

Más que una liberación del poder opresor de Obote, como sentían los ugandeses en aquél momento, fue una cooptación del país, una herencia de ti para mí. Un cacho de tierra que queda a disposición de una persona a la que no se le conoce mérito alguno salvo una fascinante capacidad para procrear. Era 1971, una nueva década y un nuevo estilo. El estilo Amin.

El nuevo jefe del Estado empezó bien. Reconciliándose con la sociedad, Idi Amin Dada amnistió a todos los presos políticos que él había contribuido a encarcelar, hizo las paces con el considerado rey de Uganda, el Kabaka, a quien años antes había intentado asesinar, y volvió a traer la esperanza del desarrollo al pueblo ugandés. Para esto último, Idi Amin tenía una técnica prodigiosa. Montado en su helicóptero, recorría cientos de aldeas ugandesas. El presidente bajaba a la tierra más pobre de Uganda –en el sentido más literal- para conocer de cerca qué problemas acuciaban a su población. Visitando la aldea con el jefe de la misma, observaba que había enfermedad e ipso facto se giraba y ordenaba a su Ministro de Sanidad que construyera un hospital. Si era una escuela lo que hacía falta, el se giraba y ordenaba la creación de la misma al Ministro de Educación. Como regalo, la aldea le obsequiaba con un sinfín de presentes, tantos que a veces constituían más de lo que la misma aldea tenía. Una vez en Kampala, los recursos necesarios para la construcción de ese hospital o de esa escuela prometidos se destinaban a los mercenarios sudaneses que componían el ejército de Idi Amin.

Alguien que lea esto podría estar criticando las virtudes de Idi Amin, pensando que su personalidad era absolutamente funesta. Pero ese alguien no sería justo. A Idi Amin hay que considerarle como lo que realmente era. Un líder africano de su tiempo, capaz de desenvolverse en la política exterior como pez en el agua. A Uganda llegó ayuda militar israelí, pero aún así, Uganda necesitaba dinero contante y sonante de manera que Idi Amin recordó su vieja fe islámica. Convertido a un islamismo feroz, lo que implicaba un antisionismo aún mayor, Idi Amin recogió el apoyo del líder libio Gaddafi –ese que hace unos años era un terrorista y que tras poner dinero en la mesa ahora es un aliado estratégico que hace visitas con sus cuarenta vírgenes-. Por entonces Gaddafi estaba empeñado en convertirse en el agitador mundial en el Tercer Mundo, y el dinero del petróleo libio atraía a multitud de posibles aliados.

La línea de financiación económica que Libia comenzó con el régimen de Amin no sostuvo la economía ugandesa. Todas las industrias del país habían perdido casi un 90% en su productividad y sólo la industria cervecera ugandesa aguantaba tímidamente la crisis económica. Por extraño que parezca, esa crisis no estaba relacionada en absoluto con el mandato de Idi Amin Dada, sino que, como sabiamente descifró el líder, la crisis tenía que ver con el abuso que de la población ugandesa hacían las minorías asiáticas –hindúes y paquistaníes-. La solución estaba clara: expulsar a la población asiática del país y dejar los negocios de éstos en manos de buenos y verdaderos ugandeses. El problema no fue la táctica a seguir, sino que el reparto de los negocios resultó un fracaso tal que los nuevos responsables de los comercios, al no sabe qué precios tenían sus productos, terminaron por pedirle a los clientes que los fijaran ellos mismos. La gran mayoría de negocios bien establecidos terminó por liquidarse en saldos y rebajas no intencionadas y por cerrar una vez que ya no tenían productos.

La economía se le estaba dando mal, pero otro elemento de la política exterior es la diplomacia y ahí Idi Amin Dada sabía hacerse querer. Su antisionismo le hizo declarar en público que la Primera Ministra de Israel Golda Meirmeneaba las bragas cuando camina”. Para congraciarse con los Estados Unidos Idi Amin fue el primero en felicitar por su elección al Presidente Gerald Ford mediante un escueto telegrama que decía “Te quiero”. Solventaba los litigios vecinales con Tanzania mandando otro telegrama, esta vez al líder tanzano Julius Nyerere, al que decía: “Con estas breves palabras quiero asegurarle que lo amo, y que si usted hubiera sido una mujer sin duda alguna la desposaría pese a que su cabeza está llena de cabellos grises. Pero como usted es un hombre, tal oportunidad no existe”. Huelga decir que Nyerere rechazó la propuesta.

Como buen líder político de los 70, Idi Amin conocía de los peligros del neocolonialismo y por todo esto se postuló a sí mismo como una “gran carga para el hombre blanco”. Cuando se celebraba la cumbre de líderes de la Organización para la Unidad Africana, Idi Amin vio claramente la necesidad de demostrar hasta qué punto esa carga sería soportada por el hombre blanco, de manera que entró a la misma sentado en una silla sostenida por porteadores blancos. Sólo hace falta ver una fotografía de la oronda figura de Amin para darse cuenta de que en efecto era una gran carga.

Todo su espectáculo terminó el día en que Nyerere, despechado por la proposición deshonesta de Amin, comprendió mal el amor que éste le profesaba y terminó por repeler la invasión ugandesa de Tanzania hasta el punto de que las tropas tanzanas terminaron por ocupar Kampala, la capital de Uganda. Era 1979, y el “Señor de todas las bestias de la Tierra y Peces del Mar” tenía que exiliarse al único país que le acogió, Arabia Saudí, donde, tras intentar un regreso al poder de Uganda en 1999, murió en el triste año de 2003.

Fuente y mucha más información en:

Sánchez-Piñol, Albert. Payasos y Monstruos. Aguilar, Madrid, 2006.


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