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jueves, febrero 26, 2009

Ciencia de no ficción

Philip K. Dick era un escritor estadounidense de Ciencia Ficción que murió a comienzos de la década de los 80 en Santa Ana, California. En sus novelas, siempre había presente el vínculo inquietante de la irrealidad contada por él y la realidad que observamos en el mundo que nos rodea. En una de sus mejores novelas, El hombre en el castillo, Dick nos cuenta una Historia paralela de la segunda mitad del siglo XX. Situándonos en el fin de la Segunda Guerra Mundial, en donde una Alemania Nazi se ha hecho con la victoria y es la potencia que dirige el mundo, Dick nos enseña un continente africano masacrado por los experimentos científicos de los alemanes y un Mediterráneo sin agua, arrasado y transformado en un mero campo de cultivo de comida para los directores del Imperio.

Desecar un mar como el Mediterráneo para establecer tierras de cultivo como imaginó Dick no sería lógico en el mundo real. ¿Para qué hacerlo cuando tienes un continente un poco más abajo con un gran cartel de “En Venta” colgado del cuello?

A través de un blog que sigo desde hace no mucho pero que encuentro tremendamente interesante por su gran labor de difusión, África en el mundo, me termino de enterar de una noticia de la que había leído poco pero que me parecía tremendamente interesante. Ya hace días que vienen sucediéndose disturbios en Madagascar. Allí, una oposición campesina bien organizada se enfrenta al gobierno de Marc Ravalomanana por permitir que empresas coreanas como Daewoo compren hasta un 40% del territorio cultivable del país para dedicarlo exclusivamente a la agricultura de exportación.

Conocía a Marc Ravalomanana en la World Water Week celebrada en Estocolmo el año pasado, donde me pareció un político insulso, sin apenas conocimiento del estado de su país en materia de saneamiento –hecho que se debatía en aquel panel- y que, pese al gran protagonismo que le dieron los demás ponentes, su figura quedó empequeñecida ante la postura política y moral de otra de las asistentes: Mamphono Khaketla, Ministra de Lesoto. En cualquier caso, ninguno de los que allí estuvimos salimos con la impresión de que Ravalomanana no tuviera interés por el bienestar de la gente de Madagascar. Parecía haber aprendido lecciones de sus compañeros políticos africanos y, ante el difícil reto del saneamiento en su país, tomado iniciativas que podrían muy bien funcionar.

Sin embargo, parece que ante la presión del gran concepto moderno como es la Propiedad Privada, Ravalomanana ha declinado cualquier vocación de servicio público y no ha sabido imponerse ante las transnacionales que van a impedir a Madagascar disfrutar de una soberanía alimentaria que si ya resulta imperdonable en tiempos de vacas gordas, en tiempos de crisis es injustificable.

Y todo esto, me dirán Uds., porque unas empresas ejercen su libre opción de compra sobre unos terrenos en venta y porque, además, ejercen su libre decisión de dedicar sus cultivos al mercado internacional en lugar de a los mercados internos. Todo esto porque, según estiman los gurús de la ciencia económica internacional, se cumplen las predicciones liberales y se ajustan los mercados. En la división internacional del trabajo que se promueve desde diversas instituciones internacionales y que los gobiernos africanos parecen empeñados en aceptar –véase la creación del NEPAD en un ejercicio de extraversión inigualable-, cada país se volvería rico produciendo aquello para lo que esté especialmente preparado.

En el caso del Madagascar post-Daewoo, pareciera que su especialidad sería el cultivo y el comercio de grano transgénico. Algo que seguramente no podría ser especialidad de ningún otro país. Además, Madagascar compraría su maíz transgénico a las empresas transnacionales, ancladas en otro país que se dedicaría al I+D de estos productos.

Bien, claro. Aquí nos encontramos a Madagascar, introduciendo grano transgénico en un mercado internacional ávido del mismo para consumo humano y para biocombustibles. Le pagarían bien, cabría pensar. Sin embargo el precio del grano de Madagascar, como el de todos los productos agrícolas, se decide en las bolsas de Nueva York, Londres o Frankfurt, lugares donde no suele haber grandes fortunas provenientes de Madagascar que potencien la venta a precios altos. Allí, en las bolsas, lo que suele haber son cárteles de inversores que deciden cuánto estarían dispuestos a pagar por la cosecha según intereses puramente especulativos y en absoluto siguiendo los criterios de libre mercado que avalan la conversión de Madagascar en una potencia del grano.

Está bien. El problema entonces sería que la información de los mercados y el acceso a los mismos no es igual acceso a todos. ¿Significa esto que una vez solucionado dicho problema Madagascar puede convertirse tranquilamente en productor de grano transgénico y crecer, crecer y crecer económicamente hasta que alcance el nivel de los países occidentales y el punto de equilibrio del mercado? Para los economistas liberales, sí. Para cualquier persona con un mínimo sentido común, no. Pero, como bien decía mi profesor de Economía Política “esto es ciencia económica, no sentido común”.

Como bien señala Reinert en su libro La globalización de la pobreza, una persona que fabrique ordenadores y otra que cultive arroz, jamás llegarán a poseer sueldos siquiera similares por mucho que los gurús liberales nos quieran hacer creer lo contrario. Madagascar no podría, ni en un millón de años, igualar las ganancias del señor Bill Gates, pues el trabajo de este tipo ha estado rodeado de un importante valor añadido llamado conocimiento o tecnología, mientras que el trabajo a realizar por Madagascar llevaría apenas valor añadido y la tecnología que en él hay presente –la semilla transgénica- sería conceptualizada y comercializada desde fuera del país, es decir, enriqueciendo a otro.

Por el bien del pueblo de Madagascar, esperamos que la revuelta organizada por Vía Campesina triunfe de un modo u otro y consiga cancelarse esas ventas de tierras a las empresas coreanas. Madagascar no ganaría nada con ello, pero sí evitaría perder aún más.

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